En el Aire

٢٠.١.٠٩

Ayer, hoy, mañana

Lo escribí hace mucho tiempo pero creo que viene al pelo en estos tiempos que corren, sirva, de paso, para actualizar esta bitácora abandonada

Paseo por mi calle de la mano de mi padre. En tan sólo un segundo me desprendo de él. Echo a correr. Los gritos de mi madre resuenan en la lejanía. Una zanja enorme se abre bajo mis pies. Empiezo a caer primero lentamente y luego con brusquedad hacia la negrura que se me hace eterna. Un ruido seco. El color negro de la oquedad se va clarificando ante mis ojos que abro al tiempo que con la respiración aún contenida siento latir mi corazón con una fuerza enjuga en el pecho. Acabo de despertar de un mal sueño en el camastro gris de mi habitación.

El reloj marca las 5.59 y al minuto el Al-Ladan
[1] me recuerda que es la hora de levantarse para ir a trabajar. Mi hermano Khali aún dormita a mi lado mascullando entre dientes palabras incomprensibles que me hacen sonreír. Me giro y pulso el interruptor de la luz repetidas veces pues no responde... Decido ponerme en pie y abrir el visillo ocre, teñido de ese color por el paso del tiempo y la mella del sol, y al recorrerlo, mientras me estiro, observo como en la colina cercana unas excavadoras continúan su trabajo alisando y preparando el terreno para lo que en un futuro, cercano, serán nuevas casas. Pienso en lo poco que se parecerán a la que yo habito junto a mi madre y cinco hermanos en este momento. Deslizo mi mano hacia la ventana y toco con mi mano los fríos bloques de hormigón que hacen las veces de marco. Un sentir punzante hace que la aparte tan rápidamente que asusta a mi hermano sentado en la cama observándome curiosamente.

Nos miramos, no dice nada, yo tampoco. El ruido lejano pero demasiado cercano a la vez acompaña nuestra mirada y ambos comprendemos la magnitud de un acto tan aparentemente insignificante como la construcción de una nueva casa. Esto para nosotros es de una dimensión tal que supone un sentimiento rudo de temor que agarrota cada parte de nuestro cuerpo.

Un ruido de cacharros de cocina me hace volver a la realidad. Abajo nuestra madre prepara ya el almuerzo y tanto Khali como yo nos apresuramos en vestirnos para ponernos cuanto antes en marcha. Me acerco al lavabo e intento dar el agua, apenas un hilillo saliendo del grifo me recuerda al momento en que apreté el interruptor de la luz. Pienso, de nuevo, en el ruido de las excavadoras y caigo en la cuenta, no exento de rabia, en la culpabilidad de éstas, de forma indirecta obviamente, de la situación de precariedad en que mi familia y yo nos vemos sumidos.

Bajo las escaleras corriendo hacia el patio donde, acostumbrados a estos cortes de agua sistemáticos, tenemos un bidón lleno de este tan preciado líquido que aunque no es demasiado grande será suficiente para poder lavarnos y abastecernos para la bebida y comida durante un par de días más. Esperando, que esta vez nos devuelvan el acceso al agua en unas horas o como mucho al día siguiente.

El agua helada en mi cara, el frío contacto con mi piel, acto rutinario para muchas personas en el mundo para mi no es más que un lujo permitible sólo algunas mañanas. Con la referencia cercana de que tan sólo dos meses antes, coincidiendo con llegada de maquinaria de construcción, como ocurre en esa ocasión, estuvimos una semana entera sin este preciado bien.

La voz de mi madre me recuerda que es tarde desde el quicio de la puerta de la cocina. ¿Tarde? si, para ir a trabajar. Es curioso, cuenta con 53 años y el gris cubre por completo su cabello, un gris que resalta sus morenos rasgos, de una dureza tan sólo hallada en aquellos que tienen que luchar día a día por intentar sobrevivir.

Me acerco a ella y la beso en la frente mientras recojo de sus manos la bolsa que contiene mi almuerzo aún caliente que con tanto esfuerzo se ha dedicado a prepararnos. Mira mis ojos como si pudiera ser la última vez en que nos viéramos, pero no me sorprende, ni siquiera me estremezco cuando con sus manos dibuja mi cara acariciándola suavemente. Era ya una costumbre, algo que hacía diariamente como si quisiera grabar en su memoria todos y cada uno de los rasgos, de las facciones de mi rostro. Ahora se acercará a Khali y seguirá el mismo ritual. Lenta y suavemente como cada mañana. Con tanto amor y tanta feminidad sólo propia de una madre y que cada día me hace sentir tan protegido como un bebé indefenso acunado entre sus brazos.

Khali y yo encaminados hasta la puerta no nos vamos pues sin devolverla una mirada desde la claridad de la calle.

Caminamos en silencio hacia la huerta. Pienso en mis otros tres hermanos, todos como Khali son menores que yo. Fátima mi hermana tiene 10 años, y se está haciendo toda una mujer. Estoy orgulloso de ella. Un halo de ternura ilumina mi cara...

Subiendo por la carretera que nos conducirá al trabajo nos encontramos con nuestro vecino Karim. Enloqueció cuando destruyeron su casa con toda su familia dentro hace ya tres sabat
[2]. Curiosa manera de celebrar un día de fiesta… Desde entonces, vive en un ajado colchón tendido sobre los restos del que fuera su hogar. Cada mañana nos saluda al vernos pasar y siempre nos encomienda a Allah para que cuide de nosotros.

A lo lejos, en el horizonte, el muro que construye el Estado judío se acerca de forma implacable y contundente hacia nuestra pequeña huerta. Calculo, que a la gran velocidad en que se desarrolla no tardará más de una semana en llegar hasta nuestros cultivos. Khali se vuelve hacia mi tomándome los hombros con sus manos como si quisiera levantar un ánimo mermado, aniquilado incluso a base de injusticias. A veces tengo la impresión de que posee el don de poder leerme el pensamiento. Cabe la posibilidad de que simplemente sienta lo que yo siento en momentos como este.

Un camión del ejército israelí avanza hacia nosotros a gran velocidad. Un sentimiento de culpa me invade, he pasado a ser un delincuente en potencia sin que mi mente encuentre un delito que pueda atribuirme, quizá el mero hecho de ir a trabajar. Instintivamente me interpongo entre mi hermano y la patrullera de donde salen dos soldados que nos piden la documentación. Hoy no es día de trabajo nos dicen y seguidamente “nos invitan” a volver a nuestra casa. Pienso en encararme con ellos para ejercer mi derecho a trabajar, para que mi familia y yo tengamos, al menos, unas hortalizas que llevarnos a la boca. De soslayo veo dibujada la figura de Khali y reconsidero mi primera intención.

Al menos, podré volver a intentarlo mañana. Quizá dentro de una semana, cuando el muro haya avanzado lo suficiente no tendré ya ninguna oportunidad. No obstante me hará falta un documento que me acredite como propietario de la tierra. Algo del todo imposible pues antes de la llegada de los colonos nuestros contratos se firmaban con un apretón de manos en las mezquitas. Aún recociéndonos la propiedad a mi familia, sería mi madre la propietaria y la única con derechos de explotarla, y por tanto, sería la única que podría atravesar el muro para cultivar. Todo esto suponiendo que la carretera anexa al muro no aplaste todo lo que se encuentre en un radio de 300 metros. Demasiadas suposiciones…

Por el camino de vuelta se atropellan las imágenes y los recuerdos. El día en que mi padre salió como mi hermano y yo lo hicimos hoy a trabajar y no volvió… Ese día en que me soltó de la mano, como en el sueño de esta madrugada. Pero en el sueño el que caía era yo y no él.

Al pasar por la casa de Karim no hace falta explicarle lo sucedido, lo sabe. Sigue tumbado en el viejo colchón tan despreocupadamente como el que no tiene nada que hacer porque haga lo que haga no tiene nada que perder porque ya lo ha perdido todo. Todo lo sentimental, todo lo material, absolutamente todo. Se mantiene gracias a las vecinas que acuden a llevarle bebida y comida pero en ocasiones se niega a probar bocado o a tomar bebida alguna alegando el derecho a marcharse con su familia. Sólo cuando las fuerzas le flaquean y la vista se le nubla accede a comer y beber como si una fuerza interna le condenara a la vida y por un momento dejara de desear la muerte.

Fátima está en la puerta de mi casa con su pequeña bolsa en don de lleva unos cuadernos y un par de lápices, preparada para ir a la escuela que la ONU ha construido a las afueras de la ciudad. La miro. Veo en ella toda la fuerza de mi madre. Se que llegará lejos y que ella sí que será feliz. Me inquieta pensar que sólo lo logrará lejos de esta tierra que rezuma tanta sangre y tanto dolor imposible de apaciguar.

Nos besa a Khali y a mi con esa gran sonrisa que todos los días nos dedica. A modo de bálsamo nos ilumina su mirar y con sus suaves manos acaricia nuestros rostros como ya lo haría mi madre esta mañana y que imagino también le habría dedicado, a ella, la pequeña Fátima, minutos antes.

Ya en la cocina Salma y Warda mis otras dos hermanitas me sonríen divertidas. Ambas tienen la misma edad. No, no son gemelas ni mellizas. Warda es hija del hermano de mi difunto padre, ambos sucubieron la misma mañana, ambos como hoy hacemos Khali y yo salían al campo cada mañana y un día no volvieron ni el uno ni el otro. La madre de Warda simplemente no aguantó el dolor y murió de pena cuando la pequeña más la necesitaba pues contaba con tan solo 4 añitos. Reconoce a mi madre como la suya y a nosotros como sus hermanos, sobretodo a Salma con quién comparte juegos y risas. Nunca se le ha ocultado su origen pero ella reniega de algún modo en pos de su nueva identidad. Asiente, con una madurez tan sólo de adultos, que tuvo una madre y un padre biológicos pero que tan sólo siente por ellos un leve afecto. A su padre lo rememora como a un héroe y lo mitifica en igual relación que el resto de hermanos lo hacemos con el mío. De su madre, prefiere no hablar, la culpabiliza por no haber resistido a la presión. Considera que si todas las mujeres murieran de pena Palestina lo haría con ellas. Cree que es primordial la resistencia y piensa en el papel tan importante que juega una mujer en esta labor. De ella depende la creación de nuevas vidas y el mantenimiento de estas si algún día, por desgracia, aunque tan comúnmente falta el, mal llamado, cabeza de familia.

La comprendo, el amor a esta tierra es algo más que un derecho de posesión. Imbrica directamente en la justicia, en el sentimentalismo. Entran en nuestra tierra, matan a nuestros familiares, derriban nuestras casas o las de nuestros vecinos, construyen sus casas en las colinas cercanas para tenernos bajo su control, el sabát se divierten pegándonos o vejándonos, nos cortan el agua y la luz, nos impiden el paso a nuestro trabajo, a la tierra de cultivo y tantas y tantas otras cosas más. En definitiva nos imposibilitan la vida. Sin mujeres no hubiera tenido tanta dimensión la Primera Intifada y, por supuesto, no ha lugar a la Segunda.

Encerrado en este gueto sin nada que hacer, sin nada que contemplar más que los muros que vallan, que sitian esta ciudad donde me crié, a la que ya no reconozco sino en su pura estrangulación e inevitable decadencia. Me pregunto si la vida será siempre así, si es que a esto se le puede llamar vivir. ¿No sería más bien un perecer?, una forma más de esperar a morir.

La muerte que se torna sofisticada y compleja en este lugar. Que reviste tantas caretas como una tienda de disfraces. Esa que he conocido de cerca y de lejos pero que siempre me toca de lleno. Tantas formas de morir o de morirse, como se muere Karim, como se murió la madre de Warda o como nos morimos todos los que aquí habitamos por dentro y que no se han molestado aún en matarnos por fuera. Cuando se permanece invariablemente e intemporalmente entre la vida y la muerte, la frontera que las separa es a la vez etérea y material, a la vez lejana e inmediata. Cruel y dulce según se mire y según sea el deseo de morir grande o pequeño. A veces depende de uno mismo, de tu naturaleza física, de tu aguante y a veces depende del deseo de otros, es por tanto propia y ajena. Muerte fugaz y permanente como la de mi padre. Muertes que son dependientes al mismo tiempo y en igual proporción de dioses y mortales, tan inocentes ambos como culpables.

La vida o la muerte bifurcadas y enfrentadas, dos caminos que se ligan o desligan tan aleatoria como calculadamente. Dos, dos, dos… Todo son dicotomías de dos pueblos, conviviendo enfrentados. Dos pueblos que, paradójicamente, pertenecen a una sola humanidad.




(…)



Sentado en el camastro gris de mi habitación, no se si despierto de un sueño, no se si sueño despierto, si nunca despertaré porque ya no puedo soñar, o tal vez algún día sueñe para no volver a despertar.



(…)


Ayer, hoy, mañana… Que más da


[1] Llamada a la oración que efectúa cinco veces diarias el Al-Muaddin de la mezquita para convocar a los fieles a rezar.
[2] Sábat: día santo, en el que está prohibido el trabajo para los judíos.

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Publicado por Victoria Cáceres : ٤:٢٠ م : 1 Comentarios:

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